miércoles, 20 de enero de 2016

Caso: "El mundo apesta"

Marcia tenía la costumbre típica de sorber por la nariz como remate de sus declaraciones. Le pedí que olfateara cualquier cosa del consultorio que le interesase oler. Olió primero la alfombra, luego la mesa y después a mí. De pronto advirtió que estaba demasiado cerca, se turbó y volvió a su asiento.

Al darse cuenta de la gran intimidad que suponía olfatearme, había recordado una antigua humillación que, en su momento, la había torturado mucho. Marcia tenía nueve años cuando arribó de Europa a Estados Unidos. Su nueva vida la desconcertaba terriblemente, y le costaba mucho hacer amistades y sentirse en su casa. Un día, varios chicos le hicieron un obsequio que resultó ser una barra de jabón desinfectante. En aquellos tiempos el olor corporal, el jabón desinfectante y la deshonra eran todo uno. Aunque ella no pudo captar entonces en toda su significación lo agraviante del regalo, comprendió que le habían inferido una grave humillación, que era una extraña, vergonzosamente distinta de toda la gente que la rodeaba.


A medida que me hablaba de estas cosas, fue reconociendo que gastaba una cantidad considerable de energía en verificar como huele el mundo, y que había llegado a la conclusión de que, en términos generales, huele bastante mal. Este juicio refuerza su crónica necesidad de sentirse superior al prójimo. Uno de los rasgos de su carácter es la pericia para encontrar los defectos ajenos. La transformación de su olfateo figurado en un olfateo real dio vuelta la tortilla: descubrió que la ponía en intimidad conmigo y, para su consternación, se sintió asustada y retrocedió. Evidentemente, olfatear le causaba una emoción más intensa cuando creaba intimidad que cuando era apenas la rancia reformulación de un viejo agravio.

Extracto de:
Polster, E. y Polster, M. (1974). Terapia Guestáltica. Bs. A.: Amorrortu., p. 166