martes, 24 de enero de 2017

Cambio terapéutico y Escritura

Parece que es común pensar que el cambio en el concepto de uno mismo y en la conducta puede sobrevenir sin tropiezos. Esto no ocurre con persona alguna, y tampoco cuando se trata de cambios en una organización. Toda transformación implica desasosiego y diversos grados de dolor. Cuando aprendemos algo significativo respecto de nosotros mismos y obramos de acuerdo con ese nuevo saber, ello pone en marcha consecuencias que jamás podemos prever por entero. Es absolutamente natural que la ocurrencia de un cambio tan importante como este en un estilo de vida cimentado en la formación de hábitos durante ´x´ años origine un período de... altibajos [de diverso grado]. (Rogers, p. 105)

A continuación Rogers menciona tres ejemplos de cambios producidos después de haber participado en un grupo de encuentro. Estos ejemplos también pueden ser extendidos al cambio terapéutico en general, siempre y cuando se hayan considerados aspectos emocionales profundos. Además, también muestran una realidad distinta frente a los peruanos. Los participantes escriben cartas con detalles y efusividad. En nuestra experiencia, los peruanos son más bien parcos ¡si es que se animan a escribir!

Aquí sus palabras:

[El siguiente ejemplo] ilustra magníficamente cómo intuyen los niños un cambio en los sentimientos y actitudes, aun cuando el comportamiento exterior no parezca modificado en absoluto. Una madre que había integrado un grupo [de encuentro] con un colega mío le escribió a este poco después de que aquel finalizara:

“Tú sabes que con Pete, mi marido, me llevo bien. Pero –es probable que lo hayas notado- nunca dije lo mismo respecto de mis hijos. Me fastidiaban las riñas entre Marie y Alice. Me fastidiaba que Marie mojara la cama, y también que yo no pudiera brindarles mucho afecto”. Me fastidiaba que nunca hablaran realmente conmigo. Me molestaban algunas de las cosas hirientes que Pete y yo les decíamos. De modo que, cuando regresé a casa el domingo, flotando en una nube con mi nuevo yo real, preveía que habría de obtenerse alguna clase de respuesta. Lo que no preví fue la rapidez e intensidad con que se produjo”.

Poco después de volver a su hogar, llegó la hora de acostar a Marie, la hija menor, de diez años. La madre le preguntó si podía ayudarla a bañarse.

“Por espacio de una hora hablamos de la menstruación, de Dios del Diablo, el Cielo, el Infierno, de odiar tanto a una persona como para desear que muriera, de robar dulces de la cocina, de pesadillas y monstruos en la ventana. Por supuesto, habíamos hablado de estas cosas pero nunca de esa manera. Alice, quince meses mayor que Marie, entró en el baño y compartió con nosotros la experiencia. Terminé bañándola también a ella. Me sorprendió que se dejara bañar por mí, pues está entrando en la adolescencia y su cuerpo le avergüenza. Marie me preguntó: ¿Qué hiciste en la reunión? ¿Aprendiste a ser buena con los chicos? Respondí: no, aprendí a ser yo misma, y eso es algo muy lindo de veras”.


Un segundo ejemplo nos lo brinda una carta escrita a Bill y Audrey McGraw, un año después de que ellos condujeran un grupo para parejas de novios y matrimonios. Dicha carta se explica por sí misma. El hombre empieza diciendo:

“Comencé a escribir esta carta cien veces.  Se refiere a cosas que sucedieron y a otras que están sucediendo. Está llena de amor. Está llena de lágrimas, de alegría, de amor.

Sentado aquí, escribiéndoles, siento que me invade el llanto y la emoción. Nunca pude escribir antes una carta como esta. Esto es lo que quiero decir. Esto es lo que quiero agradecerles, hacerles saber que el cometido de ustedes pasó a ser mío. Que lo cumplieron. El momento era apropiado; lo aproveché, ahora es mío y nunca lo perderé, y lo estoy trasmitiendo a otros.

Eileen y yo nos casamos; vivimos juntos, tenemos problemas, nos peleamos, descargamos nuestro mal genio y nos amamos. Hoy no pasaría esto si no los hubiésemos conocido a ustedes. Pero los conocimos, estuvimos varios días juntos y salimos bien de la prueba. No fue perfecta, pero sucedió en el momento apropiado, y tuvimos la suerte de conocer a la gente que más nos convenía; estábamos dispuestos a cambiar el rumbo de nuestras vidas y ustedes lo lograron. Sabemos ahora qué cosas son posibles y alcanzables. Esta base, esta seguridad emocional en nuestro matrimonio me ha proporcionado un trampolín, un campo abierto, una posición ventajosa. Soy receptivo, fluyo, me prodigo… las palabras no pueden describir en forma adecuada lo que me ha ocurrido realmente. Ustedes saben de qué se trata. ¡Es algo que me pertenece, algo impetuoso!

Ahora sé por qué tardé tanto en escribir. Estoy seguro de saberlo. Ha transcurrido un año, y el temor desapareció. Jamás perderé lo que tengo en este momento. Comprendo que lo que tengo no hace sino ponerme en situación de aceptar responsabilidades mayores. Entiendo ahora por qué tú, Audrey, y tú, Bill, deben pasar lo que pasan en cada grupo.”

Quisiera agregar un ejemplo más: el de una maestra y sus discípulos. Pregunté por carta a una maestra de escuela primaria, que algunos meses antes había formado parte de un grupo de encuentro, qué resultados había obtenido. Contestó lo siguiente:

“Me preguntas qué me sucedió… pues, sencillamente, alguien llegó hasta mí, a mi yo interior. Presté oídos y escuché cosas a las que nunca atendí antes… y eso me encanta. ¿Resultados? Todo lo que sé es que me produce gran alegría. He escuchado a mis alumnos, les he preguntado si antes hice alar a alguno en la clase o no les presté atención. Los más terribles de la clase levantaron la mano. Son además, los más sensibles… He vivido los meses más activos, dinámicos, vitales, excitantes, divertidos, gratificantes y felices desde que empecé a enseñar, y sigo viviendo de esa manera”.

Su observación acerca de los alumnos difíciles, los “terribles” –como ella los llama-, reviste particular interés. Suele ocurrir que los niños difíciles son más sensibles que otros a las relaciones interpersonales. Su comentario plantea, asimismo el interesante problema de la causa y el efecto. Estos chicos ¿eran “terribles” y ella sintió, en consecuencia, que no merecían ser escuchados, o se volvieron “terribles” porque sentían que no se les escuchaba? Esto abre una perspectiva intelectual enteramente nueva acerca de los llamados “niños difíciles” en la clase. Las afirmaciones de esta docente sugieren también hasta qué punto pueden participar en el aprendizaje los discípulos y maestros cuando la comunicación que se establece es real.

Tomado de:
Rogers, C. (1984). Grupos de encuentro. Buenos Aires. Amorrortu, p. 87-90. 105