sábado, 14 de enero de 2017

La actitud del Facilitador (1)

…Escucho con la mayor atención, esmero y sensibilidad de que soy capaz a cada individuo que se expresa. Escucho sin preocuparme de si lo que dice es superficial o importante. A mi juicio, el individuo que habla merece que se le escuche y comprenda; es él quien lo merece, por haber expresado algo. Mis colegas dicen que, en ese sentido, yo “convalido” a la persona.

 No cabe duda que soy selectivo al escuchar y, por lo tanto, “directivo” –si se desea acusarme de ello- Me centro en el miembro del grupo que está hablando, e indudablemente los detalles de la disputa que tuvo con su mujer, o las dificultades que encuentra en el trabajo, o su desacuerdo con lo que acaba de decirse, me interesan mucho menos que el significado que tales experiencias encierran para él en ese momento, y los sentimientos que le despiertan. Trato de responder a estos significados y sentimientos.

Mi gran deseo es crear un clima que dé al individuo seguridad psicológica. Quiero que, desde el primer instante, sienta que si se atreve a expresar algo muy personal, o absurdo, u hostil, o cínico, al menos habrá en el grupo una persona que lo respete lo suficiente como para escuchar con atención lo que dice, considerando que se trata de una expresión auténtica de sí mismo.


Hay una forma levemente distinta por medio de la cual quiero también crearle al miembro un clima seguro. Soy muy consciente de que, en el curso de la experiencia, es imposible evitar el dolor del nuevo insight o del crecimiento, o el tormento que produce una realimentación honesta de parte de los demás. Sin embargo, mi intención es que el individuo sienta que, le pase a él lo que le pase, y cualquiera que sea la índole de lo que ocurra dentro de él, psicológicamente estaré a su lado en los momentos de dolor o alegría –o cuando estos dos sentimientos se combinan, lo cual constituye un frecuente indicio de crecimiento-… (p. 55)

Tiendo a aceptar las declaraciones de los individuos tal cual las formulan. Como facilitador (al igual que en mi función de terapeuta), prefiero, sin lugar a dudas, ser crédulo; creeré lo que tú me cuentas que sientes dentro tuyo; si no es cierto, eres libre por completo de corregir tu mensaje más adelante, y es probable que lo hagas. No quiero perder el tiempo en sospechas, o preguntándome: “¿Qué quiere decir él realmente?”… (p. 58)

Cuando la conversación se vuelve demasiado general o tiende a intelectualizarse, escojo del contexto los significados que se refieren a la persona misma, y respondo a estos. Así, puede ocurrir que diga: “Aunque tú hablas de todo esto en términos generales, como lo hace cualquier persona en determinadas situaciones, sospecho que te estás refiriendo de manera muy especial, a tu caso particular. ¿Me equivoco?”. O bien: “Dices que todos sentimos u obramos en esa forma. ¿Quieres decir que eres quien obra y siente de esa manera?”... (p. 59)

Confío en los sentimientos, palabras, impulsos y fantasías que surgen en mí. De esta manera, utilizo algo más que mi yo consciente; apelo a ciertas facultades de todo mi organismo. Por ejemplo, digo: “He imaginado de pronto que tú eras una princesa, y que te encantaría que todos fuésemos tus súbditos”. O bien: “Intuyo que te sientes juez y acusado a la vez, y que te dices con voz severa: “Eres culpable de todos los cargos”. Puede ocurrir que la intuición sea un poquito más compleja. Mientras habla un responsable ejecutivo de una empresa comercial, quizá vea de repente, en mi imaginación, al niñito que encierra en su interior –el niño que fue, tímido, inepto, temeroso, criatura a la que trata de negar y de la cual se avergüenza-. Y deseo que ame y valore a este niño. Por lo tanto, puedo expresar esa fantasía, no como algo verdadero, sino como un producto de mi imaginación. Esto da origen con frecuencia a una reacción de sorprendente intensidad, y a profundos insights… (p. 61)
(...)

La decisión de correr un riesgo es una de las muchas cosas que me ha enseñado la experiencia en los grupos de encuentro. Si bien no siempre la pongo en práctica, he aprendido que en esencia, nada hay que temer. Cuando me presento tal cual soy y, al darme a conocer, lo hago sin defensas ni corazas, limitándome a mostrarme; cuando logro aceptar que tengo muchos defectos y fallas, que cometo muchos errores y con frecuencia ignoro cosas que debería saber, que actúo con parcialidad cuando tendría que ser amplio y que abrigo sentimientos que las circunstancias no justifican, puedo ser mucho más real. Y cuando puedo desembarazarme de mi armadura y dejo de esforzarme por ser distinto de lo que soy, aprendo mucho más -aun de las críticas y de la hostilidad ajena-, estoy más relajado y me acerco mejor a las personas. Por añadidura, mi disposición a la vulnerabilidad provoca en los demás sentimientos mucho más reales hacia mí, y esto es muy gratificante. Cuando abandono mi actitud defensiva, cuando no me oculto detrás de una fachada, y cuando trato de ser y expresar nada más que mi yo verdadero disfruto muchísimo de la vida. (p. 124)

Extracto tomado de:
Rogers, C. (1984). Grupos de encuentro. Bs. As.: Amorrortu