miércoles, 7 de febrero de 2018

Un caso de Encopresis

La Encopresis es la defecación involuntaria que le sobreviene al niño mayor de cuatro años, que ya debería ser capaz de controlarla. Se presenta sobretodo en niños varones (3:1, 10:1).

¿Cómo surge este problema? Luego que el niño ha tenido la posibilidad de satisfacer su necesidad de vinculación simbiótica y alimentaria (lactancia), pasa a una segunda etapa. En esta, nos dice Rincón:

Si los niños pudieran expresarían a sus padres sus necesidades de la siguiente forma: "Como ya cumplí dos años, tengo la madurez para que, con paciencia y tolerancia, me enseñen el manejo de la pipí y el popó, pero sobre todo no me regañen ni me presionen si no lo logro rápidamente como ustedes quieren. Si las cosas empiezan a ir mal, entonces es probable que me tarde mucho, que nuestra relación se deteriore o que tenga recaídas más tarde, con lo cual yo voy a sentirme muy mal."

Estos niños no son sucios; al contrario, muestran interés en los hábitos de limpieza. En ocasiones, esconden la ropa sucia, esperando que la madre no la encuentre (p. 85). [Parece que el mensaje del síntoma dijera: "Estoy sucio, no puedo evitarlo".]

También en esta etapa empieza el niño a manifestar el nacimiento de su yo por medio de los berrinches, se vuelve egocentrado y quiere hacerlo todo solo. Si sus deseos no se cumplen surge la explosión y el drama del berrinche, para demostrar a sus padres  a sí mismo que está naciendo en él la semilla de la fuerza de voluntad, para permitir que se desarrolle, necesita practicar manifestando una voluntad contraria a la de los padres.

Sólo a través de este proceso será capaz de separarse poco a poco de ellos y empezar a construir su identidad del yo (Rincón, p. 221s).

Su incipiente sentido del yo va de la mano con un naciente sentido de poseer algo propio. Las heces son para el niño como algo que él es capaz de producir. Cuando los padres, durante el proceso de enseñarle a usar el bacín, se alegran cuando él defeca, el niño vincula sus deposiciones como un bien que ofrece y es bien recibido. Por todo esto "el síntoma de encopresis tiene que ver con la actitud en la familia respecto a la posesión de dinero, bienes o ropa.

El niño esconde una incapacidad de poseer y mantener sus cosas como propias, ya que el entrenamiento significó para él entregar algo propio bajo regla, orden, exigencia, que -dependiendo del tono emocional de la relación madre-hijo- será vividas por el hijo como la entrega de un regalo maravilloso o como una entrega forzada de algo personal" (Rincón p. 222s)

A un nivel más arcaico, siguiendo la rutas de los códigos biológicos, las heces son el medio para señalar el núcleo del territorio. El no contenerlas implica la necesidad de marcar el territorio de manera compensatoria. ¿Para qué haría esto un niño de cuatro? A esta edad ya debería haberse establecido con claridad la conciencia de la propia identidad, "yo soy yo", que inició a los dos años con la capacidad de decir "no". En los varones esta conciencia implica empezar a identificarse con el padre: "yo soy hombre".

En algunos casos, lastimosamente, el padre no está presente o, si lo está, es como si no estuviera, o la madre lo anula.

Soltar las heces, entonces, viene a ser el intento de proteger mi espacio vital porque no hay padre que me proteja. Aunque la orina (enuresis) también se relaciona, en la encopresis el conflicto es mucho mayor, y es vivido en femenino, pues el niño no ha podido salir de la esfera femenino para salir al encuentro de papá, de lo masculino. Curiosamente se llama "mojón" a las señas puestas en el suelo para marcar los linderos.

La epidemiología muestra que no hay encopresis en mayores de 16 años. Y tiene sentido. Ha esta edad ya estamos afirmando nuestra propia identidad.

Veamos en el siguiente caso (tomado de Rincón, 2009), cómo la madre ayudó a su hijo a superar la encopresis.

"Pedro tenía ocho años y medio y seguía sin controlar su esfínter, haciéndose popó sobre sus pantalones. Su hermano Javier, de cinco años, aún mojaba la cama. La relación de Pedro con su papá era difícil y le tenía miedo. Noté que "se hacía popó" cuando se aproximaba el momento de salir con su papá o cuando venía de estar con él. Un punto importante de su historia era que él no sabía que cuando estaba yo embarazada no estaba segura de quién era su papá y, cuando nació, supe que era el que no vivía con nosotros, sin embargo el papá de Javier le dio su apellido y lo reconoció como su hijo.

Entendí que los niños vivían bajo la amenaza de la violencia y resentimientos acumulados entre sus padres, separados ya hacía varios años, pero aún vinculados de alguna manera por deudas no saldadas. También me di cuenta de que mucho de lo que había pasado tenía como fundamento el enorme "secreto familiar", y que haber tenido que mantenerlo había hecho que mis sentimientos fueran incongruentes con mi realidad. Desde aquí empecé a pensar en el secreto que pendía sobre la vida de mi hijo mayor: que no sabía que no era hijo biológico de su padre legal, a quien él conocía como padre. Tenía bastante sentido que los conflictos en la relación entre ellos, el sentimiento de enojo de Pedro, la impotencia para ganarse su afecto, tuvieran que ver con eso. Pensaba que el secreto debía llevármelo a la tumba, y que eso era lo mejor para el niño. Hasta que comprendí que era necesario revelarlo por el bien de mi hijo.

Mi ex marido no estaba de acuerdo; decía que si Pedro se enteraba iba a ser terrible para él. Me di cuenta de que no sería así. En el momento en que ocurrieron las cosas hice lo mejor que podía hacer, con los recursos de que disponía, ahora mi hijo necesitaba la verdad para entender sus propios sentimientos, para ser libre y dueño de su propia vida. Pedro llevaba toda su vida tratando de ganarse a su papá, quien parecía nunca terminar de aceptarlo, que lo insultaba, le pegaba y hacía claras diferencias en el trato con su hermano.

Como el padre legal, mi ex esposo, no quería que revelase el secreto, tuve que recordar que mi lealtad tenía que ser con mi hijo, yo estaba obligada a decirle a él la verdad. Y eso hice.

Una tarde, mientras se bañaba (ya tenía ocho años y podía entenderlo), le dije que él tenía otro papá, el que lo había engendrado, que antes no se lo había dicho porque no lo huibera podido entender, porque no sabía cómo se hacen los niños, pero que ahora podía entender eso de la biología.

Al principio no dijo nada; seguimos hablando de otras cosas y leyendo cuentos para dormir. Al día siguiente, lo primero que hizo fue contarle a la maestra de la escuela y asumió que su papá era un novio mío inglés del que alguna vez me había oído platicar.

Otro día, camino a la escuela me preguntó: "¿Mi papá era inglés?" Y le dije "No, tu papá no era inglés; es mexicano, vive en la ciudad de México y lo puedes conocer algún día si quieres; él si quiere conocerte a ti". Su respuesta inmediatamente fue: "¡Ahorita!". Le dije que en ese momento tenía que irse a la escuela, pero que en cuanto pudiera yo iba a localizar a Juan (nombre del padre) para decirle que quería conocerlo.

Juan sabía de la existencia de Pedro sólo desde hacía tres años; antes no vivía en la ciudad y nunca supo a ciencia cierta si el niño había nacido o si era suyo. Desde que le dije que era suyo (físicamente son idénticos) se mostró siempre muy interesado en hacer lo que fuera mejor para el niño, en términos de verlo o no, o estar disponible si algo necesitaba.

Por fin llegó el día en que me acompañó a recoger a Pedro al colegio y vino a comer con nosotros a casa. Después se fueron solos a jugar básquet. Se cayeron muy bien, pero al principio no hubo más trato. Juan llamó unas veces más para preguntar por Pedro, quien dijo que le caía bien, pero como papá quería a Armando, su padre legal.

Dos años después, cuando planeábamos ir a vivir fuera de la ciudad de México, Pedro quiso ver a a Juan otra vez; lo llamó y vino a la casa, estuvieron contentos. Se llevan bien, como si se trataran cotidianamente.

Actualmente se comunican por e-mail y aunque no es muy seguido, para Pedro es importante saber que ahí hay alguien con quien puede contar. Su papá Armando no ha vuelto a insultarlo ni golpearlo".

Secretos como la paternidad de un niño no deben mantenerse en la oscuridad ni llevarse a la tumba. Es absolutamente necesario que el hijo conozca su historia, sus orígenes biológicos y, si es posible, al padre mismo. Negarle acceso a esta verdad, que él tiene derecho a saber, podría tener consecuencias trágicas en su vida.

En muchos casos ven al padre solamente una vez y esto es suficiente. No necesita relacionarse con él; simplemente basta que sepa quién es para tener paz en su corazón.

Hasta entonces será el niño capaz de relacionarse libremente con el padre de crianza o esposo de la madre, recibiéndolo como un regalo. Internamente el niño puede sentir hacia él lo siguiente: "Tú tendrás siempre un lugar especial en mi corazón, aunque mi padre es el otro".

Referencia Bibliográfica:
Rincon, L. (2009). El abrazo que lleva al amor. México: Prekop, p. 209-224